—Y dígame usted, que ha miccionado en el mausoleo de Halicarnaso, escalado las pirámides de Giza y logrado ver el Tour de Francia sin caer en coma profundo, usted, que trasciende a leyes y tormentos humanos, dígame cuál fue el momento que más repercutió en su vida.
—La revelación más valiosa de mi vida fue la búsqueda del Haiku Ancestral, obra del hasta entonces desaparecido gran maestro Uncle Paja.
—Oh, cágome.
—Pues siéntese aquí, joven, a mi lado, mientras narro la historia.
Y me senté a su lado. El lavabo no era un lavabo en sí ya que el de verdad estaba en obras, así que se improvisó un cajón con algunos agujeros practicados en la parte superior para que la gente celebrase allí su purificación intestinal, a modo de letrina romana.
—Navegué todo el pacífico evitando la furia del mar, al implacable sol, la sed y a un pobre desgraciado que viajaba sin rumbo en una barca medio destruida hecha con juncos. Y todo lo hice para, según cuenta la leyenda, encontrar al gran maestro y pedir que legue en mí su famoso haiku. Tras varios días sin saber qué hacer me inicié en el ejericicio del noble arte de la autofagia, empezando por las uñas, después las pestañas y, antes de probar una cucharada del esmegma que guardaba en un bote, divisé una sospechosa isla entre la niebla.
—¿Esmegma? ¿Tal fue el hambre que pasó?
—En ningún momento dije que pasara hambre. Bien. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Llegué a la isla, que era prácticamente una ciénaga, y la recorrí hasta encontrar cierta cabaña de madera que flotaba en el centro de una inmensa charca. Y sobre ella, joven, estaba el gran Uncle Paja. Haciendo balancín en una butaca y observándome desde el porche de su hogar con gesto serio, masticando tabaco.
Se oyó el trueno de un dios en cólera.
—¿Ha sido eso una flatulencia?
—¿Quiere hacer el favor de no interrumpir, muchacho? A ver. Sí, allí estaba él. Resolví cruzar la charca hasta llegar al gran maestro y, una vez llegué ante él, vi cómo aspiraba profundamente. Aproveché para afinar mi atención, pues auguraba una sabia y sesuda explicación a las eternas preguntas de la humanidad... cuando me lanzó un tremendo gargajo negro a los ojos. Me tembló el labio. Y casi lloro, pues pensé que ese sería el saludo y la forma con que el gran maestro acepta y respeta la presencia de extraños. Me presenté, expuse mis motivaciones y respondió de esta críptica forma:
«La vida no es solo tener suerte refinando, pues yo podría ser perfectamente feliz con mucho más de lo que tengo. Una médium japonesa es más o menos una cuartum occidental. No entiendes la falacia "ad hominem" porque eres imbécil. Toma, esto es lo que buscas, lo escribí en un bar tras perder el tren». Entonces me entregó una bolita de servilleta que alisé y contemplé con nerviosismo. La servilleta estaba en blanco. Lo comprendí. La esencia de todo ser subyace en el plano espiritual del no-ser, auspiciado por un...
"Al contrario", dijo el maestro, interrumpiendo y quizá leyendo el progreso de mi pensamiento. No comprendía,
"¿al contrario?", pregunté.
"LOL, da la vuelta a la servilleta, atontao", dijo. Y vi la inscripción:
POLVO EN EL ÉTER.
FLOR DE ALELÍ, SUSPIRO.
DESPERTÉ TARDE.
—Entonces marché —siguió el matsunés—, pero antes de tocar el último escalón algo me empujó por detrás y me tiró al suelo, quedando inconsciente. Cuando desperté tenía todo el cuerpo lleno de brea y un montón de plumas encima. Además, tenía los testículos en una posición bastante extraña, no girados, ni torcidos, sino en mi mano derecha.
Me fijé y, en efecto, tenía en su lugar una prótesis escrotal retráctil de fibra de carbono. Entonces, el peregrino se levantó, limpió con gran fruición su ojo de las mil arrugas, hizo una leve reverencia y se despidió de mí para siempre, dejando la prótesis dentro de la letrina por error a causa del entusiasmo aplicado en el restregón fecal.