Bueno, esto es una novela de mi personaje que me puse a escribir hace tiempo (febrero de este año) y lleva mas de doscientas páginas. Pero como no me convencía, hace poco empecé a escribirla de nuevo como si fuera una versión más perfecta que la anterior, y bueno, me gusta como ha quedado. Iré posteandola según vaya escribiendo :D
PRÓLOGO
Mientras el joven Silinde permanecía en la posada bebiendo hidromiel sin intenciones de dejar la jarra a medias, Reyven se apoyaba sobre un rústico pilar afuera del lugar, mientras miraba el cielo azul que brindaba una bonita mañana. Inmerso en sus pensamientos, el joven caballero recordaba los viejos tiempos mientras oía como su amigo disfrutaba dentro de la posada como un crío con un juguete nuevo. Pero poco duró aquella paz. La tranquilidad de aquel bonito día se veía turbada por la presencia de varios extraños que irrumpieron en el lugar. Eran siete hombres con armadura, y uno de ellos portaba placas distintas. Concretamente la armadura que solía llevar un caballero rúnico en aquellas tierras. Se acercó al caballero apoyado sobre el pilar, y con una voz fría como el hielo preguntó.
- ¿Eres tú Reyven, ex-miembro del “concilio de las cuatro espadas”?
- ¿Y qué si lo soy? –Contestó él, sin apartar la vista de las nubes.
- Tienes que acompañarnos. Si opones resistencia te llevaremos a la fuerza. –Dijo el extraño con armadura.
Reyven desenfundó su espada, apodada “Sol Dorado” debido a que se creía que era la espada que había portado el dios del Sol, y que brillaba con luz propia.
- Sí, definitivamente eres tú. Esa espada no podía estar en manos de otra persona que no fuera Reyven Dreizack. –Afirmó el caballero rúnico.
- No sé quién eres, pero no voy a acompañarte. Ya me huelo algún asunto raro. Tu armadura no me resulta familiar entre la caballería. –Dijo Reyven, haciendo brillar su espada. Eso era signo de que pronto desataría una fuerza atronadora.
Lástima.
El caballero rúnico desenfundó una extraña daga de color violeta y negro, con cierta aura oscura. Al desenvainar tal arma, el brillo de la espada de Reyven se apagó repentinamente, haciendo que la hoja volviese a la normalidad. El joven miró atónito la hoja de su espada, y cuando volvió la vista a su enemigo, el caballero rúnico había desaparecido. Se situó detrás de Reyven, dándole un golpe que causó en él un desmayo repentino. Los otros seis guardias se encargaron de capturar a Silinde. Desde aquel momento, ambos amigos tomarían caminos diferentes.
Era como si la magia que emanaba aquella extraña daga mantuviese a Reyven inmerso en un profundo sueño. Despertó en cuanto llegaron a un gran edificio situado en medio de un desierto. Se trataba de una cárcel perdida entre las dunas de la arena, alejada de la mano de Dios.
Cuando despertó, Reyven se percató de que sus pertenencias no estaban junto a él, y que se encontraba encerrado en un frío calabozo. Incluso sus atuendos consistían ahora tan sólo de una camisa y un pantalón de lino blanco, ambos en un estado muy deteriorado y sucio. Trató de convencer a los soldados de armadura negra para que le soltaran, ya que él no había hecho nada para ir a parar a ese lugar. Pero en el momento que más resonaban los gritos furiosos de Reyven, apareció en aquella estancia un hombre. Iba cubierto por un gran manteo y encapuchado, pero al caminar sonaba bajo sus pies un sonido metálico que delataba la armadura que se escondía bajo sus ropajes. Se acercó a la celda de Reyven, pues las otras estaban vacías, y paró frente a ella mirando fijamente al joven.
- Dime, ¿Se está bien, oculto entre las sombras, miserable? –Dijo.
- ¿Quién eres tú? –Cuestionó Reyven.
- No estás en condiciones de preguntar. –Dijo, tirando una espada oxidada al lado de Reyven. –Vamos, cógela y sígueme.
Después de esas palabras, fue cuestión de segundos que un guardia abriese la puerta de la celda. Reyven cogió la espada y salió del calabozo. El hombre encapuchado se giró, mostrando tan sólo el brillo de sus ojos a causa del reflejo de una tenue luz.
- No intentes nada raro. –Dijo.
Reyven permaneció en silencio y siguió los pasos del hombre encapuchado. Llegaron a una angosta sala cuadrada que sólo era iluminada por unos leves rayos de sol, filtrados por un enrejado metálico situado en el techo. Frente a Reyven había otro pobre desgraciado que había sufrido su misma suerte, o peor. Era flaco y débil, con una mirada ceñida por el miedo. Portaba una lanza que lucía un lamentable estado, al igual que él. Lanzando un grito desesperado, arremetió contra Reyven dando una estocada con la lanza que portaban sus temblorosas manos, pero el joven de un movimiento esquivó el golpe, y dio un sablazo partiendo en dos aquella lanza delgada.
- Ya ha terminado, ¿No? –Dijo Reyven.
- Acaba con él. –Contestó el hombre encapuchado.
- ¿Estás loco? No puede defenderse. No puedo hacerlo.
- Tu honor de caballero es admirable, Lord Reyven, pero no estás en condiciones de cuestionar si ese ser inútil debe morir o no.
- No lo cuestiono. Es una decisión. –Contestó Reyven, mirándole a los ojos.
- Si no lo haces, otros podrían sufrir a causa de tu “honor”.
- ¡¿Me estás amenazando?! –Dijo Reyven, lleno de ira en ese momento.
Sintió entonces que el hombre de la lanza le arrebató la espada en un momento de descuido y trató de apuñalarle con ella. Reyven hizo uso de sus reflejos y tan rápido como pudo esquivó el golpe, cogió la punta de la lanza, que estaba en el suelo, y ensartó a su enemigo con ella. Calló al suelo de rodillas, soltando la espada oxidada y desplomándose poco después.
- Bravo. –Dijo el encapuchado mientras aplaudía. –Eres todo un guerrero. Sabía que pasaría esto. Puede que después de todo nos seas útil…
- Maldito seas. –Decía Reyven frustrado.
El encapuchado se dio media vuelta y mientras se alejaba hizo una señal con una mano. Reyven sintió un fuerte golpe en la nuca que lo desplomó al momento.
Mientras estaba inconsciente, una imagen apareció en su pensamiento. Una bella mujer de pelo turquesa, vestida de hermosos y nobles ropajes azules caía al vacío en un agujero oscuro sin fin, mientras gritaba ayuda a los cuatro vientos. Reyven despertó exaltado por el extraño sueño, sudado y con el pulso a un ritmo acelerado.
Pasaron días. Pasaron semanas. Pasaron meses… Reyven comenzaba su propia batalla contra la locura. Poca era la cordura que permanecía a su lado después de tanto y tanto. Todos los días soñaba con lo mismo, y cada dos días se veía obligado a luchar a muerte contra otro preso. Hasta ese momento había salido victorioso. Pero no podía aguantar mucho más allí. Medio moribundo yacía siempre en el suelo. Suplicando a la nada por volver a vivir libre. Suplicando por volver a ver el cielo azul.
Sus súplicas parecieron ser escuchadas, cuando un día sonó un gran estruendo dentro de aquellas frías estancias. Un humo denso se esparcía por los pasillos y el fuego recorría las paredes. Al parecer alguien había provocado alguna explosión. Un hombre cubierto de un manteo y capucha apareció frente a la celda de Reyven, pero ésta vez no era aquella persona que le encerró. Cogió una gran hacha y partió los barrotes de varios hachazos.
- ¡Escapa, rápido! –Dijo.
- ¿Quién eres? –Preguntó Reyven, atónito.
- ¡Eso no importa! ¡¡Escapa cuanto antes!!
Sin ignorar aquellas palabras, Reyven usó sus últimas fuerzas para levantarse del suelo y correr en dirección a una salida. Halló un agujero rodeado por el humo en una de las paredes, y aprovechó para escapar. De camino a la salida pudo ver a varias personas más con aquellos ropajes.
Cuando salió del gran edificio sus ojos contemplaron la libertad. No obstante, aquella liberación se veía rota por un inmerso desierto que alcanzaba hasta el horizonte. Pero el joven no se rendiría ahí. Caminó decidido hacia el horizonte.
CAPÍTULO 1 - BIENVENIDO
Caminar por las dunas del desierto sin rumbo había provocado en Reyven un desmayo a causa del cansancio. Inconsciente en medio del inmenso mar de arena, fue encontrado por una persona. Otro señor caballero, igual que él, pero de armadura azulada, que viajaba acompañado de un camello. Parecía tener una edad cercana a la de Reyven, que alcanzaba el vigésimo tercer año de su vida. Tenía el pelo medio largo con un flequillo que tapaba parte de su rostro. Llevaba una espada oriental enfundada como arma.
Se bajó de la montura y cargó con Reyven después de mojarle la cara para montarlo encima del camello. Siguió su camino junto al animal y al inconsciente joven. Al cabo de un rato, Reyven abrió los ojos. Tal vez a causa de los fuertes berridos constantes que tenía costumbre de hacer el animal, o tal vez fuese por el movimiento brusco de éste al andar por las dunas. No se percataba demasiado de la situación y, con un movimiento cansado, giró la cabeza hacia varios lados para asegurarse de dónde se encontraba.
- Al fin has despertado. –Dijo el caballero.
- ¿Dónde…?
- Estamos en el desierto de Arunafeltz. Pero tranquilo, pronto llegaremos a Veins.
Reyven agachó la cabeza mientras suspiraba cansado.
- Duérmete un rato hasta que lleguemos. Ya te avisaré.
Después de un par de horas, llegaron a las puertas de Veins. Al cruzar las puertas, Reyven parecía más descansado, y se bajó del camello para continuar el camino a pie, al igual que el otro caballero.
- ¿Cómo me has encontrado? –Preguntó Reyven.
- Estabas tirado en medio del desierto. –Respondió. –Dime, ¿Por qué llevas unos trapos tan mugrientos? ¿Te has escapado de alguna cárcel?
- Fui encerrado a mi voluntad. Aún no sé por qué…
- ¿Eh? Vaya, algo malo habrás hecho. –Dijo el caballero.
- ¿Qué sabrás tú? –Contestó Reyven frunciendo el ceño.
- Tranquilo hombre… ¡Mira! –Dijo, señalando a un edificio en frente de ellos. –Es una posada. Vamos a comer algo, yo invito.
Al entrar a la posada, el hombre le indicó a Reyven que se sentase en una mesa que había señalado, cerca de una ventana, mientras él pedía algo de comida al tabernero. Tardó un rato en sentarse, ya que mientras se hacía la comida, el caballero charlaba con el posadero. Parecía entenderse bien con la gente. Reyven de mientras miraba tranquilamente al cielo por primera vez en mucho tiempo. Realmente era algo que le gustaba hacer; observar como las nubes pasaban lentamente ante sus ojos y con estos apreciar la libertad de la que gozaban en el inmenso cielo azul.
El caballero volvía a la mesa con varios platos de comida. A Reyven se le iban los ojos detrás de aquellos manjares, ya que llevaba mucho tiempo sin probar algo como la carne que allí se servía. Cogió con ansias aquel trozo de carne asada y empezó a devorarlo como un perro hambriento.
- Vaya, tenías hambre, ¿eh? A todo esto, me llamo Víctor Kurosaki.
- ¿Hm? –Reyven paró por un momento de comer. –Tienes apellido oriental.
- Sí… aunque no sé quien es mi padre. A pesar de mis raíces, me crié en Moskovia junto a mi madre, que era una famosa curandera de la ciudad. –Dijo Víctor.
- Oh, yo me llamo Reyven Dreizack, y soy de Geffen. –Dijo, dándole luego otro mordisco a la comida.
- Termina de comer y luego hablamos.
Reyven asintió y así terminó con la comida a los pocos minutos. El hambre que ceñía sobre él se veía calmado por primera vez en mucho tiempo. Era algo por lo que siempre le estaría agradecido a Víctor.
- Y… ¿Qué haces en estas tierras si vienes desde tan lejos? –Preguntó Reyven, curioso.
- Busco… la paz.
- ¿La paz…?
Aquella respuesta fue algo que Reyven no consiguió entender entonces. Pero esa frase quedaría gravada en su mente, y en un futuro tal vez encontrase el significado. Después de decir eso, Víctor se levantó de la silla y se dirigió al exterior de la posada. Reyven le siguió rápidamente. Afuera, Víctor le preguntó:
- ¿Adónde te diriges?
- Creo que iré a Midgard. –Respondió Reyven con algo de inseguridad.
- Toma. –Víctor le lanzó una pequeña bolsita con algo dentro. –Con eso deberías de poder vestirte y viajar al menos hasta Aldebaran. - El resto es cosa tuya.
- Pero… ¡Esto es mucho dinero! –Exclamó Reyven, después de abrir la bolsa. – ¡No puedo aceptarlo!
- Entonces dáselo a algún pobre. –Dijo Víctor montándose en el camello. –Nos vemos, Reyven.
Después de aquella extraña despedida, Víctor se fue por donde había venido, dejando atrás a Reyven. Ahora el joven caballero no estaba seguro de cual sería el paso más adecuado que podía dar. Poco tardó en decidir visitar una tienda en la que pudiese comprar algo de ropa común y, si acaso, pasarse por alguna armería para adquirir una espada con la que defenderse.
Caminó durante un buen rato perdido en la ciudad de Veins. Eran pocas las veces que había pasado por aquella ciudad, y le era fácil perderse entre las calles, que a sus ojos se hacían un laberinto. Pero de repente, vio una sombra pasar por uno de los callejones de Veins. La curiosidad pudo con el joven y no pudo evitar ir tras ella. En uno de los callejones consiguió algo de ventaja. La justa como para llegar a ver de espaldas al portador de la sombra. Aquellos ropajes medio rotos que ondeaban en aquel cálido viento eran los mismos que recordaba haber visto en la prisión. Pensó que tal vez se tratase de alguien que perteneciese al grupo que asaltó la prisión.
Le siguió a través de las angostas callejuelas de Veins, pasando desapercibido ante las pocas personas con las que se cruzaban, y ante el portador de aquella ropa. Al final de un largo trayecto, el hombre entró en una casa arruinada y Reyven se apresuró a entrar también, pero se topó con una agria sorpresa; fue acorralado en la puerta por el tipo al que seguía, con una daga rozando su cuello.
- ¿Qué se te ha perdido por aquí? –Dijo. Era la misma voz que el tipo que abrió la celda de Reyven en la prisión.
En silencio, Reyven observaba con dos gotas de sudor recorriendo su frente, el interior de lo poco que quedaba en pie de aquella casa. Dentro había varias personas con los mismos ropajes, incluidos un hombre mayor pero robusto como un toro, y una joven sentada a su lado, con armadura y un hacha en forma de guillotina a su lado. Reyven apartó la mirada de los que había en esa casa y la fijó en los ojos del tipo que le tenía acorralado. De un solo movimiento, le arrebató la daga de la mano y fue él quien la puso a rozar su cuello.
- Parece que las armas de filo no son lo tuyo. –Dijo Reyven, con una sonrisa de satisfacción esbozada al momento.
La chica se levantó rápidamente y cogió su hacha, pero el hombre que había sentado a su lado puso una mano por medio y le indicó que no atacase. La joven se sentó de nuevo, pero con su mirada clavada en Reyven. Esos ojos furiosos lo observaban sin perderle de vista, intentando intimidar al joven caballero. En ese momento, el hombre dijo:
- Tú debes de ser aquel prisionero del cual me comentó Kalehb. –Dijo el hombre. –Vamos, baja tu arma, no te vamos a hacer nada después de haberte salvado el pellejo, ¿No crees?
- Quiero saber quienes sois. –Dijo Reyven.
- ¡¿Por qué íbamos a decírtelo, perro?! –Exclamó furioso el joven al que Reyven tenía acorralado con la daga.
- Por favor, calmaos. Kalehb, no te hace ningún bien enfadarte de esta manera. –Decía el hombre. –Chico, no sé quién eres, ni qué quieres, pero baja tu arma o no respondo de cómo puedas acabar.
Reyven agachó la cabeza y escuchando las palabras de aquel hombre, bajó el arma y se la entregó a su legítimo dueño.
- Te salvamos y ahora eres libre. Si no fuera por nosotros, aún te estarías pudriendo en ese lugar. –Dijo el hombre, con razón al fin y al cabo.
- Lo siento. No he sabido comportarme. Debo agradeceros que me liberaseis de aquel lugar. –Dijo Reyven.
- No importa.
- Padre, tenemos que partir cuanto antes. Lucian aún está… –Dijo la chica.
- Lo sé, hija, pero aún no hemos podido encontrar escoltas. –Respondió el hombre.
Reyven pensó entonces que podía serles de ayuda.
- Yo podría acompañaros. –Dijo.
- ¿Tú? Lo siento chico, no necesitamos críos. –Respondió el hombre.
- No soy un crío, he sido mercenario en las tierras de Midgard. Puedo viajar con vosotros y protegeros. Pero necesito una espada.
El hombre quedó pensativo, y después de hablar a susurros con su hijo, entonces contestó.
- Está bien. Dirijo una forja, te propinaré una espada y una armadura. Mi hijo Kalehb te las dará. –Dijo el hombre.
- Sígueme.
El joven al que había acorralado con aquella daga era Kalehb, el hijo de aquel hombre, al igual que la muchacha de la armadura y el hacha. Kalehb le ofreció a Reyven una armadura ligera de cuero con algunos detalles de metal, y una robusta hombrera en la parte derecha, junto con una Claymore, una espada de dos manos.
- Parece que nos entendemos. Éste es el tipo de arma que mejor manejo. –Dijo Reyven al empuñar la espada.
- Bien. Colócate la armadura y sal afuera. Te esperaremos en la calle, junto a esta casa. No tardes.
Reyven asintió y se colocó la armadura. Enfundó la espada en la vaina, que la había colocado en sus espaldas, y salió de la casa tal como Kalehb le había indicado. Afuera le esperaban el hombre y Kalehb. Los demás no estaban.
- ¿Dónde se han ido todos? –Preguntó Reyven.
- Se han marchado hacia al carromato. –Contestó Kalehb.
- Es hora de que nos presentemos como es debido. –Decía el hombre. –Yo soy Marcus, líder de esta forja ambulante. Él es mi hijo Kalehb, y la joven que estaba a mi lado es mi hija Arlenne.
- Es un placer. Yo soy Reyven, de Geffen.
Empezaron a caminar hacia las afueras de Veins. En cuestión de segundos alcanzaron al resto del grupo, que hacía un total de ocho personas contando con Reyven. Pero el joven caballero notaba como la mirada de aquella chica llamada Arlenne aún no se fiaba de él. Eran unos ojos que le observaban con empatía y desprecio. Era un sentimiento que causaba escalofríos en Reyven.
Marcus era un hombre con un rostro entrado en años, pero aún conservaba su estado físico en perfectas condiciones. Kalehb era joven, fuerte y moreno de piel, con un pelo albino, al igual que Arlenne, la cual lucía una larga y hermosa melena blanca que contrastaba con su piel morena. También era apreciable en la joven que era de complexión fuerte, pero no demasiado. Llegaron a donde estaba la carroza aparcada en medio del desierto, escondida entre varias dunas gigantescas. Había varios animales que parecían ser los que cargaban con el peso del carromato para moverlo. Entraron dentro todos y Reyven se sentó en el único sitio que quedaba libre; un asiento al lado de Arlenne. Al joven le pareció curiosa la reacción arisca de la chica, retirándose hacia el lado opuesto a Reyven.
Marcus empezó a hablarle a todo el grupo, que se encontraba ya en sus asientos. Después de una amena asamblea, todos quedaron en dirigirse a Rachel. Después, cada uno empezó una conversación distinta con el que tuviera al lado. Todos menos Reyven, que no se atrevía a dirigirle la palabra. Marcus se sentó de guía en la parte delantera y el carro comenzó a moverse. De repente, Kalehb se sentó en el suelo, cerca de Reyven, y le miró de una forma curiosa.
- ¿Qué…? –Murmuró Reyven.
- ¿De dónde decías que vienes? –Preguntó Kalehb.
- De Geffen. Aunque me crié en Einbroch durante cierta parte de mi infancia.
- Me impresiona el manejo que tienes con las armas de filo. ¿Aprendiste eso en Geffen? ¿O quizás en Eimbroch?
- Me enseñó una magnífica maestra de la espada, pero no fue en ninguno de los dos sitios. Fue en Yuno.
- Algún día tienes que enseñarme algún truco. –Dijo Kalehb.
- ¡Ja, ja! ¡Claro, hombre! –Exclamó Reyven.
Al contrario que con Arlenne, Reyven consiguió enlazar una fuerte amistad con Kalehb en poco tiempo. Al tiempo podría incluso considerarse amigo el uno del otro. Y tras aquel movido día, el Sol empezó a caer, dejando paso a la noche.